Estaba perdida en medio de una
adolescencia acabada, una juventud naciente, y un primer amor
latente, que tras un tiempo besándole la frente no le hacía ningún
caso.
Estaba perdida en una tormenta marina
de sentimientos, donde no podía escuchar ni sus gritos interiores
por el ruido de su esencia.
Estaba tan perdida que aun sabiendo que
él no era todo, ella se veía en medio de la nada, con lágrimas tan
fuertes que corroían sus mejillas ya sangrantes.
Y la situación no mejoraba, por falta
de movimientos quizá, por estar tumbada en un puñado de hojas
secas, que sumaban las mentiras de ambos y hacían amanecer el otoño.
Descalza y sin heridas, como si sus pies hubieran estado pisando
cristales demasiado tiempo, como si el ser humano hubiera
evolucionado, otra vez, en pro de la resistencia, caminaba.
¿Hacia dónde? Ni ella lo sabía.
Olía a jazmines y sus manos a su pelo,
por eso no pensaba que era cierto, que se escapaba.
Me pedía en un susurro que no se lo
contara a él, que estaba bien, sólo desorientada, pero que
encontraría su camino siguiendo la constelación que un día dibujó
en su espalda.
No se daba cuenta de que su imaginación
la traicionaba y que él, no estaba, y que si no la guiaba a
centímetros, menos lo iba a hacer a kilómetros, pero ya sabemos que
eso a las personas enamoradas no nos sirve.
“Intenta que vuelva, dile que no me
he movido de casa” insistía mientras corría entre la vegetación
de su mundo interior.
Y perdida como en un principio se quedó
porque por más que lo intentaba no podía ser sin él.
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